abril 2013
Para poner un poco en contexto, en la antigüedad los que tenían la «sangre azul» eran aquellos con la piel tan pálida por no pasarse los días trabajando al sol en el campo que podían verse con claridad sus venas azuladas a través de las muñecas. Los únicos afortunados que podían presumir de esto eran los nobles, claro.
Luego está la leyenda, difundida involuntariamente por los libros de anatomía del colegio, que parecen insinuar que la sangre sin oxigenar (una vez usada por las células y hasta que vuelve a pasar por los pulmones) tiene un tono azulado. Esto también es una mentira como una catedral. La sangre, sin oxígeno, sólo se vuelve un poco más oscura.
Pero, como es habitual, siempre hay algo o alguien que lleva las cosas al extremo y te rompe los esquemas. En este caso, lo más parecido a un príncipe azul que verás en tu vida es esto.
El eucalipto arcoiris (Eucalyptus deglupta, por su nombre científico) parece un tronco que ha sufrido el ataque de algún hippie en un ataque desenfrenado de creatividad.
Pero no, es todo natural.
El tronco no tiene corteza en sí: es como un cilindro suave de madera que va cambiando de color a medida que su superficie envejece. La corteza recién expuesta es de color verde, pero al contacto con el aire va oxidándose igual que una manzana que se oscurece y ablanda, aunque de manera más artística. El verde se convierte en marrón, que acaba anaranjándose y luego se vuelve de un tono violeta o azulado y se desprende del tronco.
Iba a hacer algún comentario sobre los chicles y los eucaliptos, pero mientras buscaba si realmente las hojas del eucalipto saben como los chicles, he encontrado una planta originaria de Grecia llamada lentisco cuya resina metía la gente en la boca desde tiempos inmemoriales para pasar el rato triturándola.
Por la sensación que producía la mascarla, los griegos la llamaron «mastic» viene a significar algo como «rechinar los dientes». De ahí viene la palabra «masticar».
Aquí la resina.
Esta fue mi respuesta inicial.
Tengo que aclarar que, en el momento en que estoy empezando a escribir esto, no tengo ni idea de cual es la respuesta, pero no puedo evitar imaginar que el coche tendría que ir a velocidades superiores a las del sonido. De ahí la risa.
Vale, lo que Iván plantea es esto:
Para aguantar el peso del automóvil, la rueda deshinchada tiene que mantener su forma original pese a tener todo un coche descansando sobre ella. En condiciones normales, el gas confinado por la goma del neumático es el que soporta ese peso, pero ahora el aire está fuera de la ecuación. La goma del neumático tiene que apañárselas ella sola para, de algún modo, aguantar el peso del coche.
Y aquí entra en juego la fuerza centrípeta.
Si tú y un amigo cogéis una cuerda de un extremo cada uno y uno de vosotros empieza a girar alrededor del otro, podrá sentir la fuerza centrífuga. Es esa sensación que parece intentar empujarte en dirección contraria a la cuerda que estás sujetando. La misma fuerza es la responsable de que el agua contenida en un cubo se mantenga pegada contra la base mientras éste gira, impidiendo que el líquido se derrame aún estando el cubo boca abajo.
Total, que la aceleración centrípeta actúa sobre cada punto del contorno de una rueda que está girando. El sistema de fuerzas que actuará sobre nuestra rueda será el siguiente:
Ahora toca asumir unas cuantas cosas.
– Conducimos una flamante Citroën Berlingo.
– Todas las ruedas están reventadas.
– La masa máxima de carga es de 2065 kg.
– El peso se reparte uniformemente entre las cuatro ruedas.
Cada rueda aguanta una cuarta parte del peso del coche. Por tanto, para que la rueda se mantenga «hinchada», la zona de contacto con la carretera tendrá que ejercer la misma fuerza contra el suelo que el peso que el coche ejerce sobre ella y tiende a aplastarla. Teniendo en cuenta el grosor de la rueda (1 cm), el tamaño de la huella (285 centímetros cuadrados) y la densidad de la goma (1,2 kg/litro), tenemos que la masa de la zona de contacto es de 0.342 kg. Esta es la masa que, impulsada por la aceleración, tiene que aguantar el peso del coche.
Sabiendo que la fuerza es igual a la masa por la aceleración centrípeta, donde la fuerza es el peso del coche repartido entre cuatro ruedas (5.162,5 N), y que la aceleración centrípeta es igual al cuadrado de la velocidad entre el radio (en este caso de 22 cm), podemos encontrar la velocidad necesaria para que la aceleración de la rueda compense el peso del automóvil.
Obtenemos que el coche tiene que ir a 58 m/s o, lo que es lo mismo, 209 km/h. Para nuestras ruedas, serían unas 2.520 revoluciones por minuto. No parece tanto en términos de velocidad: mi primera impresión era una furgoneta moviéndose a velocidades súper sónicas, así también me he decepcionado al principio.
Pero luego he encontrado este vídeo de un ruso circulando por la carretera con las cuatro ruedas pinchadas:
Este coche debe estar moviéndose a… ¿Cuánto? ¿20 km/h? ¿30? No lo sé, pero va muy lento y parece que le cuesta mucho mantener el rumbo. O sea que, en nuestro escenario, este tío tendría que conseguir alcanzar los 209 km/h. Eso ya se acerca más a la situación absurda que esperaba.
Si el ruso del vídeo consiguiera poner el coche a 209 km/h sin matarse (y, dada su nacionalidad, muy probablemente sea capaz de hacerlo), las ruedas volverían a «hincharse» y el coche se estabilizaría, permitiéndole conducir sin percances. Eso sí, tendría que seguir conduciendo eternamente a esa velocidad, ya que frenar sería una posibilidad que quedaría fuera de su alcance.
En Ciencia de Sofá tenemos un último consejo mecánico para ti, Iván: siempre puedes comprarte estas ruedas y olvidarte para siempre del problema de los pinchazos.