En el vídeo de hoy extraigo el azúcar de unos turrones y lo uso para hacer un tipo de combustible que se usa para hacer cohetes de modelismo. ¡Espero que os guste!
diciembre 2018
Antes de empezar, quería comentar que, aunque no respondo a todos los correos que me enviáis porque me llegan demasiados y no acabaría nunca, quiero que sepáis que aprecio profundamente vuestros mensajes y que voy apuntando todas las preguntas que me hacéis para intentar tratarlas en el blog en algún momento. O sea, que si alguna vez me habéis enviado una pregunta y no he respondido, eso no significa necesariamente que se vaya a quedar sin respuesta, porque es posible que acabe escribiendo una entrada sobre el tema… Aunque también es cierto que la probabilidad de que trate cualquiera de ellas en un futuro cercano no es muy alta, porque ahora mismo tengo unas 300 preguntas acumuladas que podrían dar pie a algún artículo.
Y este párrafo-excusa lo escribo ahora porque la entrada de hoy está inspirada en una pregunta que me envió Adrián Pérez nada más y nada menos que en 2015: ¿podría la Tierra llegar a tener anillos a su alrededor, igual que Saturno?
Eso sí, a juzgar por la información que he encontrado después de indagar un poco sobre el tema, he pensado que sería más interesante tratar también la posibilidad de que la Tierra haya tenido un sistema de anillos en el pasado. Pero no te preocupes, Adrián, porque responderé a tu pregunta al final de la entrada. Total, ¿qué son unos minutos más, después de haber tardado más de 3 años en responder?
El pobre Adrián no merece esto…
Lo hago por el bien de la estructura del artículo, voz cursiva. En cualquier caso, hablemos rápidamente sobre el origen de los anillos de Saturno para ver si la Tierra podría haber tenido (o llegará a tener) su propio sistema de anillos en algún momento de su historia.
Aunque, desde lejos, los anillos de Saturno pueden parecer objetos macizos, en realidad están compuestos por un montón de fragmentos de hielo y roca que tienen medidas muy variadas, desde el tamaño de una mota de polvo hasta decenas de metros de diámetro.
Entre el 90% y el 95% del material que compone los anillos es agua congelada, de modo que actualmente se cree que se formaron cuando uno de los satélites de Saturno se acercó demasiado al planeta y fue destruido por su gravedad. Dada la composición de los anillos, este satélite habría tenido un núcleo rocoso y un manto congelado que fue arrancado por la intensa gravedad de Saturno en cuanto se acercó a él. En este escenario, el núcleo rocoso del satélite habría terminado impactando con Saturno y los restos desgarrados de su manto helado se quedaron en órbita a su alrededor, formando los anillos.
Este modelo ayuda a explicar por qué los anillos de Saturno contienen tanto hielo y tan poca roca y por qué Saturno tiene tan pocos satélites gigantes (1) en comparación con Júpiter (4), pero la fecha en la que sucedió el evento no está muy clara. Hay investigaciones que sostienen que los anillos de Saturno se formaron junto con el planeta, hace 4.600 millones de años, pero esta cifra se ha puesto en duda porque, de ser cierta, cabría esperar que el hielo que los contiene estuviera más «sucio» debido al bombardeo constante de polvo y micrometeoritos al que habría estado sometido a lo largo de miles de millones de años. Este detalle sugeriría que los anillos se habrían formado de manera más reciente, incluso hace sólo 100 millones de años, pero, a su vez, existen mecanismos que permitirían que el hielo conservara una apariencia jovial durante todo este tiempo, así que los anillos podrían haberse formado junto con el planeta sin problemas.
En cualquier caso, aunque parece que no hay un consenso muy claro sobre la fecha en la que Saturno consiguió sus anillos, sí que se sabe cuándo los va a perder: las últimas mediciones que ha enviado la sonda Cassini sugieren que, al ritmo al que su material está cayendo hacia el planeta, el sistema de anillos de Saturno habrá desaparecido por completo en entre unos 100 y 300 millones de años.
Por otro lado, también hay que decir que Saturno no es el único planeta del sistema solar con anillos, ya que Júpiter, Urano y Neptuno también los tienen, aunque son muy difíciles de apreciar porque los fragmentos que los componen están demasiado dispersos.
En concreto, los anillos de Júpiter son un caso curioso porque, aunque están compuestos por granos de polvo que sólo permanecen entre 100 y 1.000 años en órbita alrededor del planeta, las colisiones que se producen de manera ocasional entre los objetos cercanos a Júpiter lanzan polvo al espacio que les proporciona material nuevo constantemente. En concreto, parece que el anillo principal del sistema está formado mayoritariamente por polvo proveniente de Adrastea, un pequeño satélite de Júpiter que mide sólo 8,2 kilómetros de diámetro.
Pero, bueno, la moraleja de todo esto es que un planeta puede desarrollar un sistema anillos si algún objeto se desintegra al pasar cerca de él o si alguno de sus satélites emite polvo al espacio que pueda quedar atrapado en órbita alrededor del planeta (como, por ejemplo, el material que sale despedido tras un impacto contra un satélite).
Recibido. ¿Y la Tierra ha tenido alguna vez una de las dos cosas?
Pues no se sabe, voz cursiva… Aunque he encontrado una propuesta interesante.
Resulta que, hace entre 34 y 33,5 millones de años, la temperatura del planeta bajó tanto que se produjo una extinción a gran escala que afectó especialmente a los organismos acuáticos. Las causas de este cambio de temperatura no se conocen con exactitud, pero se especula que pudo haber sido provocado por un episodio prolongado de actividad volcánica o debido al impacto de varios meteoritos, particularmente los que formaron el cráter de la bahía de Chesapeake y el cráter Popigai (de 40 y 100 kilómetros de diámetro, respectivamente).
Ahora bien, la explicación que me ha parecido más interesante es la que sugirió el astrónomo John A. O’Keefe en 1980.
O’Keefe argumentó que las evidencias botánicas fósiles de la época sugerían que las temperaturas invernales se desplomaron hasta 20ºC durante ese periodo, pero que en verano la temperatura no cambiaba. Según él, esto se podría explicar si en este periodo se formó un anillo alrededor de la Tierra porque, si tenía la inclinación adecuada, el anillo habría proyectado su sombra sobre uno de los hemisferios durante el invierno, reduciendo la cantidad de luz solar que recibía y bajando mucho su temperatura.
¡Ostras! ¿Y de dónde habrían salido esos anillos? ¿Es que la Tierra también tuvo otro satélite en el pasado que se acercó demasiado a nosotros y terminó destruido?
Pues no, no. En este caso, O’Keefe sugirió que ese anillo habría estado formado por el material expulsado por un volcán lunar. Durante la erupción, parte de este material expulsado por el volcán habría salido despedido a la velocidad suficiente como para escapar de las garras de la gravedad de la Luna y quedar en órbita alrededor de la Tierra, formando el anillo que reduciría la temperatura del planeta con su sombra y produciría la extinción.
Por suerte, el anillo sólo fue estable durante unos pocos millones de años y desapareció a medida que el material que lo componía caía sobre nuestro planeta. De hecho, O’Keefe argumentaba que una prueba de que el material de este supuesto anillo había caído a la Tierra era la presencia de unas microtectitas que se pueden encontrar a lo largo de norteamérica.
Vaya, pues ojalá hubiera vivido en esa época para ver los anillos…
Bueno, ten en cuenta que esta idea de los anillos terrícolas no es más que una hipótesis que intenta explicar por qué se produjo la bajada de temperaturas que provocó una extinción hace 34 millones de años. El concepto es interesante, pero no hay suficientes pruebas que la respalden como para afirmar que esto ocurrió y, seguramente, lo más probable es que la causa real de la bajada de las temperaturas fuera un fenómeno más mundano. Es más, no he encontrado investigaciones posteriores que hayan indagado más en la posibilidad de los anillos, así que imagino que las evidencias a su favor nunca llegaron a ser lo bastante convincentes como para que mereciera la pena seguir profundizando en ella.
Meh… Estos astrónomos, eligiendo siempre la opción que mejor se adapta a las evidencias, en lugar de las ideas más emocionantes. De todas maneras, ¿aunque la Tierra no tuviera anillos hace 33 millones de años, hay alguna posibilidad de que desarrolle un sistema de anillos en el futuro?
Pues, mira, eso sí que sería posible, voz cursiva.
Ya comenté en esta entrada y esta otra que la Luna se está alejando de nosotros a un ritmo de 3,8 centímetros cada año y, en principio, seguirá haciéndolo durante los siguientes 50.000 millones de años hasta que llegue un momento en el que el tiempo que tarda la Tierra en rotar sobre sí misma sea el mismo que tarda la Luna en dar una vuelta alrededor de ella (que, en esa fecha futura, serán 47 días).
Pero, por supuesto, eso sólo ocurrirá si la Tierra y la Luna siguen existiendo por aquel entonces, porque en «sólo» 5.000 millones de años el sol agotará su combustible y se empezará a hinchar, alcanzando un tamaño potencial más de 100 veces superior a su diámetro actual y posiblemente tragándose la Tierra y la Luna durante el proceso.
Y es posible que a Adrián le complazca escuchar esto porque, mientras el sol se hinche, su atmósfera irá llenando la órbita de la Tierra de gas. Como resultado, la fricción provocada por este gas podría llegar a hacer que la Luna pierda suficiente velocidad como para que su órbita se empiece a acercar cada vez más a la Tierra y, si se dan las condiciones adecuadas, nuestro satélite se acercará tanto que será destruido por la gravedad de nuestro planeta y formará un anillo de escombros de unos 37.000 kilómetros de diámetro alrededor de la Tierra. Y, por fin, la Tierra tendrá un anillo.
Así que, alegra esa cara, Adrían, porque, descontando el tiempo que he tardado en explicar si la Tierra podría llegar a desarrollar anillos en el futuro, ya sólo te falta esperar 4.999.999.997 años más para poder ver esos anillos en persona.
Y, nada, hast…
¡Un momento, un momento! ¡Acabo de volver a leer esta entrada que publicaste hace tiempo y explicabas que la Luna se formó a partir de los escombros que saltaron al espacio y quedaron en órbita alrededor de la Tierra después de que un cuerpo del tamaño de Marte impactara contra ella! ¿Eso no habría formado un anillo alrededor de nuestro planeta?
Podría ser, voz cursiva, pero estudios más recientes sugieren que, cuando este evento ocurrió, la masa de la Tierra podría haber terminado prácticamente vaporizada, formando una especie de nube de escombros en forma de dónut a partir de la que los dos cuerpos se condensaron… Y, en ese caso, no habría existido ningún anillo alrededor de nuestro planeta en esa época. Pero, si eso no ocurrió, entonces sí: la Tierra podría haber desarrollado anillos cuando se formó la Luna, hace unos 4.500 millones de años.
Cuánta incertidumbre rodea el pasado y el futuro lejanos…
Ciertamente, pero en estas fechas también hay incertidumbres a muy corto plazo, como, por ejemplo: ¿qué le voy a regalar estas navidades a ese ser querido al que le gusta tanto la física y/o la astronomía? Si estáis en esta situación, permitid que os sugiera los libros de Ciencia de Sofá:
Francisco García me envió un mensaje (a través de la pestaña de contacto del blog) en el que preguntaba si sería posible que existiera un cometa tan grande como la Luna. Aunque la propuesta me pareció curiosa, a primera vista me dio la impresión de que el tema no tendría bastante «sustancia» como par escribir una entrada al respecto… Pero, a medida que he ido tirando del hilo, me he dado cuenta de que estaba completamente equivocado: la respuesta tiene un giro muy interesante.
En primer lugar, cuando pensamos en un cometa, nos viene a la cabeza uno de estos churros luminosos cósmicos:
Pero, por supuesto, el cometa propiamente dicho no es esa estela brillante, sino el trozo de hielo y roca que la está produciendo. Me explico.
En los fríos confines del sistema solar, donde los compuestos volátiles como el agua o el amoniaco están congelados de manera permanente, existen dos regiones enormes del espacio que están repletas de amasijos de hielo y roca de tamaños dispares: el cinturón de Kuiper y la nube de Oort.
Para hacernos una idea de la lejanía y la escala de estas regiones, hay que tener en cuenta que las distancias del sistema solar se miden en unidades astronómicas (UA), una unidad que está basada en la distancia que separa la Tierra del sol (150 millones de kilómetros, que corresponde a 1 UA). Dicho esto, los objetos del cinturón de Kuiper están repartidos a una distancia de entre 30 y 50 UA del sol y los de la nube de Oort abarcarían el espacio comprendido entre las 2.000 y las 200.000 UA. En comparación, Neptuno da vueltas alrededor del sol a una distancia media de 30,1 UA.
Pues, bien, se estima que existen cerca de un billón de cuerpos hechos de hielo y roca contenidos en estas dos regiones combinadas, con diámetros que van desde unos pocos metros hasta un par de miles de kilómetros. Por suerte, la mayor parte de ellos no se mueven de allí y no molestan a nadie, pero, de vez en cuando, la órbita de alguno de estos objetos se desestabiliza y se precipita hacia el sistema solar interior. Y es entonces cuando empieza el espectáculo.
A medida que estos objetos congelados se adentran en el sistema solar, el calor del sol va sublimando el hielo de su superficie, formando un envoltorio de gas y polvo a su alrededor llamado coma. Además, mientras estos objetos se acercan cada vez más al sol, el viento solar arrastra ese envoltorio de gas en la dirección opuesta a su movimiento, estirándolo y formando esa característica cola brillante que se puede extender a lo largo de millones de kilómetros por el espacio.
Llegados a este punto, ese trozo de hielo y roca habrá adoptado el aspecto de cometa que es tan fácilmente reconocible:
Imaginaba que esto sería una entrada corta, pero veo que ya te estás enrollando con el aspecto de los cometas.
No, no, voz cursiva, es que este dato es importante porque hoy estamos hablando del tamaño de los cometas o, lo que es lo mismo, del diámetro del pedazo de hielo y roca que está oculto tras ese envoltorio de gas brillante. Y, al parecer, es difícil estimar el tamaño de un cometa precisamente porque el brillo de su coma a veces impide observar con claridad el núcleo rocoso congelado que hay en su interior. Por supuesto, ese no es el caso de todos los cometas y, además, hay técnicas que permiten estimar el tamaño de su núcleo de manera indirecta. También existen misiones espaciales que se han acercado a los cometas para estudiarlos con gran nivel de detalle y la sonda Philae incluso está posada sobre uno ahora mismo.
Lo que quiero decir es que se conoce el tamaño de algunos cometas con precisión y parece que su diámetro suele rondar entre unos cientos de metros y 30 kilómetros, pero, cuando intentas buscar cuál es el cometa más grande conocido, inevitablemente te encuentras con aproximaciones.
El cometa más grande que se conoce en la actualidad es Hale-Bopp, con un diámetro de unos 60 kilómetros, pero es posible que en el pasado nos hayan visitado cometas aún más grandes. Por ejemplo, en 1729 se observó un cometa (ahora catalogado como C/1729 P1) que, según los testigos de la época, alcanzó una magnitud visual de -3. Esto significa que el brillo del cometa en el cielo era cuatro veces más intenso que el de Sirio, la estrella más brillante del firmamento. En base a este dato, se ha estimado que el núcleo del cometa C/1729 P1 podría haber medido unos 100 kilómetros de diámetro, lo que, de ser cierto, lo convertiría en el cometa más grande que jamás se ha registrado.
Bueno, 100 kilómetros no está mal… Pero está muy lejos de los 3.474 kilómetros de diámetro de la Luna. ¿De verdad no hay cometas mucho más grandes que el puñetero C/1729 P1?
Buena pregunta, voz cursiva.
Como hemos visto, un cometa es cualquier trozo de hielo y roca de los confines del sistema solar que se precipita hacia el sol y desarrolla una envoltura de gas y polvo a medida que se acerca a él. Por tanto, cualquier objeto congelado del cinturón de Kuiper o de la nube de Oort es susceptible de convertirse en un cometa si su órbita se desestabiliza… Y, de hecho, estas regiones contienen muchos objetos con diámetros muy superiores a los 100 kilómetros, entre ellos los planetas enanos, que tienen diámetros que casi son comparables al de la Luna.
Y aquí llega el giro que comentaba: uno de estos potenciales cometas gigantes es el planeta enano Haumea, un mundo congelado que mide unos 2.300 x 1.700 x 1.138 kilómetros.
Con ese nombre y esa forma de dar las medidas, parece que estás hablando de un mueble de IKEA, en lugar de un cuerpo celeste.
Toda la razón, voz cursiva, es que Haumea es el objeto menos esférico del sistema solar (como comenté en esta otra entrada), así que es mejor concretar sus tres dimensiones como si fuera una viga de madera, porque hablar de su «diámetro» no da una idea exacta de su tamaño.
En cualquier caso, el asunto es que la órbita de Haumea no es estable y se ha estimado que en el futuro podría llegar a pasar lo bastante cerca de Neptuno como para que la gravedad este planeta perturbe radicalmente su órbita. Cuando esta interacción ocurra, tendrá dos posibles resultados para Haumea: o bien terminará siendo expulsado al espacio interestelar, o será catapultado hacia el sistema solar interior.
Si se produce este segundo escenario, el hielo de la superficie de Haumea se sublimará a medida que se acerque al sol y el viento solar esparcirá el gas a lo largo de su trayectoria hasta formar una gigantesca cola brillante, mucho más larga que la de cualquier otro cometa. De hecho, debido a su gran tamaño, muy superior al de cualquier otro cometa conocido, el brillo del posible cometa Haumea será unas 10.000 veces superior al de Hale-Bopp y aparecerá tan brillante en el cielo como la Luna llena. O sea, que, por una vez, la respuesta a una de las preguntas que me mandáis es afirmativa: sí, podrían existir cometas casi tan grandes como la Luna.
¡Qué pasada! ¿Y esto cuando ocurrirá?
En 2 millones de años.
Odio la astronomía.
¡Bueno, no nos precipitemos, voz cursiva! Entiendo que la actual falta de cometas tan brillantes como la Luna llena aleje a muchos lectores de la astronomía, pero, aun así, es posible que alguno de ellos conozca a alguien a quién si le interesen la astronomía o la física en general. Incluso es posible que esos lectores hipotéticos aún no hayan decidido qué regalar a esas personas estas navidades inminentes. Si es así, les recomendaría que echaran un vistazo a los libros de Ciencia de Sofá como potencial regalo para estas fiestas (guiño navideño, guiño navideño).
Hace unos meses publiqué una entrada en la que hablaba sobre la estabilidad de nuestro sistema solar a largo plazo y comenté que los planetas experimentan constantemente pequeñas perturbaciones que modifican ligeramente sus órbitas, como por ejemplo los tirones gravitatorios periódicos de otros planetas o cuerpos menores o incluso de las estrellas que pasan cerca del sistema solar de vez en cuando. Aunque estas perturbaciones son minúsculas y no tienen una influencia apreciable a corto plazo, su efecto sobre las órbitas de los planetas se acumula y amplifica a lo largo de millones de años y, como resultado, no se puede predecir con certeza cómo evolucionarán en el futuro lejano.
Pues, bien, otro tipo de cuerpos celestes que tienen órbitas aún más inestables (pero que no traté en ese artículo) son los asteroides que, al ser mucho más pequeños que los planetas, están expuestos a una variedad mayor de fenómenos que pueden perturbar su trayectoria a largo plazo. Y, entre esos fenómenos capaces de modificar la órbita de un asteroide, hay uno especialmente inesperado: el empuje de la luz.
Creo que has cometido algún tipo de falta de ortografía extraña, Ciencia de Sofá, porque me parece imposible que la luz mueva un asteroide.
Pues no, voz cursiva, no hay ningún fallo: la luz del sol altera la trayectoria de los asteroides. Veamos cómo es posible.
Si os gusta la astronomía, habréis oído alguna vez que la NASA ha planeado construir vehículos espaciales propulsados por el empuje de un láser apuntado sobre ellos desde la Tierra. Esta idea es posible porque, pese a que la luz no tiene masa, ejerce cierto empuje sobre las cosas gracias a que las partículas que la componen (los fotones) tienen momento, una propiedad que permite una cosa que está en movimiento pueda transferirlo a otros objetos al chocar contra ellos (comentaba el tema con más detalle en esta otra entrada).
Pero, como habréis deducido por el hecho de que el sol no nos aplasta contra la arena de la playa en verano, el empuje de la luz es minúsculo. Cuando nos estamos bronceando en una playa terrestre, a 150 millones de kilómetros del sol, la luz solar empuja la cara iluminada y sudorosa de nuestro cuerpo con una fuerza de unos 18 micronewtons, lo que equivale al peso de un objeto de unos 0,0018 gramos.
Si aplicamos este mismo principio a un asteroide imaginario de 200 metros de diámetro que se encontrara a la misma distancia del sol que la Tierra, la luz solar empujaría la cara iluminada del asteroide con una fuerza total de 1,14 Newtons. Suponiendo que su masa fuera de 21 millones de toneladas, este empuje se traduciría en una aceleración en dirección opuesta al sol de 540 mil millonésimas de metro por segundo cada segundo.
Hmmm… Y eso no es mucho, ¿no?
Bueno, en teoría, esta aceleración podría desplazar un objeto 1.000 kilómetros en «sólo» 6 años. Pero, claro, eso sólo ocurriría en un caso ideal en el que el objeto partiera del reposo, la luz incidiera de manera uniforme sobre la superficie de su cara iluminada, que siempre lo hiciera con la misma intensidad y que toda la energía de la luz incidente se transformara en movimiento… Escenarios que no son realistas, vaya. Por tanto, la fuerza que ejercería el empuje directo de la luz sobre este asteroide imaginario sería muchísimo menor.
En realidad, la luz tiene una mayor influencia sobre la órbita de los asteroides de manera indirecta, a través del llamado efecto Yarkorsky.
Este fenómeno ocurre porque la cara iluminada de un asteroide alcanza una temperatura mayor que la que no lo está y, por tanto, su superficie emite radiación infrarroja más energética que la cara oscura. Como resultado, la luz infrarroja producida por la cara caliente empuja el asteroide con más fuerza que la de la cara más fría y este desequilibrio de fuerzas provoca que la radiación infrarroja de la cara iluminada acelere el asteroide en la dirección opuesta, como si fuera el gas expulsado por un cohete.
Pero ahí no acaba la historia.
Hay que tener en cuenta que los asteroides rotan sobre su propio eje y que, además, su superficie tarda un tiempo en absorber la luz solar y volver a emitir parte de su energía en forma de radiación infrarroja. Esto significa que el punto más caliente de la superficie de un asteroide nunca estará perfectamente alineado con el sol, sino que quedará desviado en una dirección u otra en función del sentido en el que rote. Por tanto, dependiendo del sentido de rotación del asteroide, el empuje de la radiación infrarroja estará aplicado a favor o en contra de la dirección de su movimiento y, como resultado, la velocidad a la que da vueltas alrededor del sol aumentará o disminuirá, respectivamente.
Este detalle es importante porque, cuando un cuerpo celeste que está en órbita alrededor del sol acelera, se aleja de nuestra estrella y el radio de su órbita aumenta. En cambio, cuando su velocidad disminuye, cae hacia el sol y su órbita se vuelve más cerrada. O sea, que el efecto Yarkorsky altera la órbita de los asteroides porque el empuje que la luz infrarroja produce en una dirección u otra incrementa o reduce su velocidad de traslación, lo que hace que se alejen del sol o se acerquen a él.
Eso sí, hay que tener en cuenta que la luz sólo tiene un efecto considerable sobre las órbitas de los objetos pequeños, de menos de 10 kilómetros de diámetro. Ese es el caso del asteroide Bennu, de 490 metros de diámetro, que recibe un empuje de 0,09 y 1,16 Newtons (N) cuando se encuentra más cerca del sol debido a la presión directa de la luz solar y al efecto Yarkovsky, respectivamente. De hecho, se ha calculado que estas dos fuerzas combinadas redujeron el semieje mayor de la órbita de Bennu (o sea, esto) en 172 kilómetros en un periodo de 12 años.
¡Ostras, qué barbaridad!
Bueno, hay que tener en cuenta que Bennu da vueltas alrededor del sol a una distancia de entre 133 y 202 millones de kilómetros, así que esos 172 kilómetros de diferencia a corto plazo no representan gran cosa. Para producir cambios significativos en la órbita de un asteroide, la luz tiene que incidir sobre él durante millones de años. En estas escalas de tiempo, estos efectos incluso pueden llegar a conseguir que los asteroides migren del cinturón de asteroides al sistema solar interior.
Aun así, predecir la influencia de la luz sobre las órbitas de los asteroides no es una tarea sencilla, porque depende en gran medida de las características de su superficie y de su forma. Por ejemplo, una superficie repleta de parches claros y oscuros y una forma irregular harán que el asteroide absorba una cantidad distinta de energía en diferentes momentos de su rotación, de modo que la «propulsión» que le proporciona la luz cambiará constantemente a lo largo de su órbita. Pero, claro, la mayor parte de los asteroides son demasiado pequeños y lejanos como para que se pueda observar con claridad su forma y su topografía, así que los astrónomos deben trabajar con modelos simplificados y suposiciones que pueden producir predicciones imprecisas.
Un ejemplo de esta incertidumbre se puede encontrar en este paper en el que se estima el empuje del efecto Yarkovsky sobre varios asteroides, entre los que se encuentra 6489 Golevka. Las observaciones de la trayectoria de este asteroide que se hicieron entre 1991 y 2003 sugieren que su semieje mayor ha variado 15,2 kilómetros durante esos 12 años, pero las estimaciones teóricas predicen que el efecto Yarkovsky lo debería estar modificando a un ritmo de 90.000 kilómetros por cada millón de años… Y, si así fuera, la variación variación observada en ese periodo hubiera sido de sólo 1 kilómetro, por lo que la predicción se quedó bastante corta.
En cualquier caso, independientemente de lo precisas que puedan ser las estimaciones, la moraleja de hoy es que, por raro que parezca, la luz puede empujar las cosas.
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