Actualización [11/02/2016]: los responsables del LIGO acaban de confirmar en una rueda de prensa que se ha confirmado la detección de ondas gravitacionales. ¡Tenedlo en cuenta mientras seguís leyendo este artículo, escrito antes de conocer los resultados!
A menos que viváis en una piña debajo del mar, esta semana habréis visto titulares por todos lados anunciando que se han detectado ondas gravitacionales con el Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory (LIGO).
No, si ya lo he visto, ya. ¿Por qué se empeñan en insistir tanto en noticias que no me importan lo más mínimo?
Pero bueno, voz cursiva, no sales en una entrada y a la siguiente vuelves con la actitud del ácido sulfúrico. Dame un momento para que te explique la importancia de este descubrimiento y te prometo que lo vas a ver con otros ojos.
Venga, va, te doy unos cinco minutos, que hoy llevo mucho lío mirando fotos de gatos por internet.
En primer lugar, parece ser que estas noticias están basadas en un tweet del astrofísico Lawrence Krauss en el que decía que le habían confirmado unos rumores sobre la detección de ondas gravitacionales en el LIGO, pero la propia institución no ha confirmado nada al respecto porque aún necesitan comprobar muchos datos y aún no pueden decir si las han detectado realmente o no. Al parecer, Krauss sólo quería emocionar un poco al público porque, si al final resulta que los resultados eran correctos, más gente sabrá de qué va el tema y más alcance tendrá el anuncio.
Total que, aunque de momento no se ha confirmado, esta noticia podría ser una realidad en un futuro cercano.
Está bien, entonces replanteo mi pregunta: ¿por qué deberá importarme el descubrimiento de las ondas gravitacionales en un futuro cercano?
Muy buena pregunta.
En este artículo que publiqué hace poco hablaba sobre la velocidad a la que se transmite la gravedad y explicaba que, en realidad, la gravedad no es una fuerza que aparece de manera instantánea entre dos cuerpos, como Newton había postulado, sino la una deformación producida por cualquier masa sobre el propio tejido del espacio-tiempo, en el que está contenida toda la materia del universo… O, al menos, eso es lo que predice la teoría de la relatividad de Einstein.
El espacio-tiempo suele representarse como una lámina plana deformada como en la imagen de la izquierda, aunque el fenómeno real sería más parecido a la imagen de la derecha, porque el espacio es tridimensional.
Según la teoría de la relatividad, la deformación del espacio-tiempo provocada por un cuerpo muy masivo debería poder desviar los rayos de luz, algo que una fuerza gravitatoria no podría hacer, porque la luz no tiene masa. Y eso es, precisamente, lo que se observó durante un eclipse en 1919 en el que la posición de las estrellas que rodean el sol cambiaba ligeramente, lo que es una señal de que la teoría de Einstein es una interpretación más precisa de la naturaleza de la gravedad. Explicaba este descubrimiento con más detalle en esta otra entrada sobre la teoría de la relatividad especial y la película Interstellar.
La cuestión es que la teoría de la relatividad de Einstein también predice que, igual que un barco crea olas a su paso mientras navega por el mar, un cuerpo muy masivo que se mueva a través del espacio debería hacer que el tejido espacio-tiempo ondule a su alrededor, generando «ondas gravitacionales«. Pero la existencia de estas ondas aún no se ha podido demostrar así que, de llegar a confirmarse su detección, ya no cabría duda de que la teoría de Einstein describe el universo correctamente o, al menos, de que vamos bien encaminados en nuestro periplo por descubrir la naturaleza de la realidad.
Este descubrimiento no sólo nos ayudaría a entender mejor el universo, sino también a mejorar la teoría de la relatividad y hacerla aún más precisa. Pero, además, si aprendemos a detectar y medir ondas gravitacionales tendremos a nuestra disposición una herramienta que nos permitirá estudiar fenómenos que hasta ahora no hemos podido observar directamente.
Me explico.
Para estudiar el universo, analizamos los distintos tipos de luz que llegan hasta la Tierra desde todos los cuerpos que nos rodean (estrellas, planetas, asteroides, nebulosas…) y eso nos permite deducir un montón de cosas de ellos: su distancia, su composición química, su velocidad, si hay planetas dando vueltas a su alrededor en el caso de las estrellas…
Un momento, has dicho «distintos tipos de luz». ¿De qué estás hablando exactamente?
Ah, bueno, claro, es que la luz visible representa una fracción diminuta de un fenómeno mucho más amplio. En realidad la luz es una forma de radiación electromagnética, un tipo de ondas formadas por un campo eléctrico y uno magnético que oscilan y, dependiendo de la frecuencia de estas oscilaciones, la radiación resultante puede tener unas propiedades muy distintas. Esto lo comentaba con más detalle en esta otra entrada pero, en resumen, existen un montón de «tipos de luz» que nuestros ojos no pueden detectar.
Por ejemplo, el ojo humano puede detectar la radiación electromagnética que realiza estas oscilaciones en espacios de entre 380 y 800 nanómetros (mil millonésimas de metro). Este parámetro es la llamada longitud de onda y nuestros ojos traducen las longitudes de onda mayores como colores más rojizos y las menores como tonos más azulados y violetas. Entre estos límites se encuentran el resto de longitudes de onda que corresponden a los otros colores que somos capaces de distinguir.
Nuestros ojos no pueden detectar la luz que está fuera de estos intervalos. La luz tiene una longitud de onda mayor a 800 nanómetros es la radiación infrarroja, llamada así porque se trata de las longitudes de onda que se encuentran más allá del color rojo en el espectro electromagnético. Lo mismo pasa con las longitudes de onda menores que la del color violeta, la radiación ultravioleta.
O sea, que nuestros ojos son incapaces de detectar una cantidad inmensa de la información que nos rodea, lo que está muy bien para sobrevivir en la naturaleza, pero no basta para estudiarla. Por suerte, podemos detectar todas estas longitudes de onda invisibles utilizando cámaras son capaces de detectarlas y traducirlas a colores somos capaces de observar.
Imagen infrarroja de una serpiente enrollada alrededor del brazo de un humano. (Fuente)
Y esto es estupendo, porque cada tipo de radiación electromagnética nos puede ofrecer mucha información sobre el objeto que la está emitiendo.
Por ejemplo, cuanto más caliente se encuentra un cuerpo, más energética será le energía que emite, lo que se traduce en la emisión de una radiación con una longitud de onda menor. Por ejemplo, el cuerpo humano brilla constantemente… Pero no en luz visible, sino en luz infrarroja. Si aumentas lo suficiente la temperatura de un objeto, empezará a emitir un brillo rojizo cuando alcance unos cientos de grados. A una temperatura aún mayor, el color del objeto se volverá cada vez más azulado y emitirá gran parte de su energía en forma de radiación electromagnética más energética, como luz ultravioleta o rayos X.
Por tanto, analizando qué tipo de energía electromagnética emite un cuerpo celeste, podemos conocer su temperatura y deducir si se trata de una débil estrella enana roja, una gigante azul muy caliente o una estrella de neutrones rodeada de una nube de material a un millón de grados de temperatura, tan caliente que tan sólo emite rayos X.
Además, como los distintos tipos de radiación electromagnética se comportan de manera distinta al interaccionar con la materia, ciertas longitudes de onda nos permiten observar unos fenómenos que otras no nos dejan. Por ejemplo, la luz visible emitida por una estrella que se encuentre detrás de una nebulosa será incapaz de atravesar el gas y el polvo que la componen, así que quedará tapada por completo de nuestra vista. Pero la radiación infrarroja emitida por esa estrella sí que es capaz de atravesar las nubes de gas interestelar, así que si miramos en esa misma dirección con un detector infrarrojo, la nebulosa se vuelve transparente y podemos ver y estudiar esa estrella sin problemas.
Dos imágenes de la nebulosa Carina, tomadas en luz visible e infrarroja. (Fuente)
Vaya, menuda herramienta más útil para estudiar el cielo es esto de las distintas longitudes de onda.
Sí, la verdad es que sí. Pero, aún así, hay cosas que de las que no vamos a poder obtener información mediante ningún tipo de radiación electromagnética.
Un buen ejemplo son los agujeros negros, que no dejan escapar ningún tipo de radiación electromagnética desde su interior porque la singularidad que contienen en su centro está rodeada por una región en la que el espacio-tiempo está tan curvado que ni siquiera la radiación electromagnética, ya sea luz o la correspondiente a cualquier otra longitud de onda, puede escapar. Esta región está delimitada por el llamado horizonte de sucesos y, si queréis saber más sobre agujeros negros, hablaba sobre ellos en esta entrada, esta otra y esta otra.
O sea que, sin radiación electromagnética que provenga de su interior, no tenemos manera de saber qué ocurre tras el horizonte de sucesos de un agujero negro.
Y aquí es donde entraría el descubrimiento de las ondas gravitacionales.
La gran masa concentrada en puntos diminutos de los agujeros negros generará grandes distorsiones en el tejido del espacio-tiempo que las rodea a medida que se mueven a través de él, igual que el paso de un transatlántico producirá olas mucho mayores que el de una lancha. Y estas ondas sí que saldrían del horizonte de sucesos y podrían propagarse por el universo como olas, igual que cualquier otro tipo de radiación electromagnética. Por tanto, si conseguimos detectar las ondas gravitacionales, estas ondulaciones del tejido del espacio-tiempo, podríamos obtener información sobre los agujeros negros que es imposible deducir mediante su observación a través de la radiación electromagnética.
Uala, eso es bastante radical.
Pues agárrate bien los pantalones y túmbate en el suelo, voz cursiva, porque las ondas gravitacionales también podrían ofrecernos información sobre el propio origen del universo.
¿Qué me dices?
Como lo oyes.
Muchos habréis oído que, en realidad, mirar el cielo es como remontarse al pasado. Y es verdad: como la velocidad de la luz es finita, de unos 300.000 kilómetros por segundo, tarda un tiempo en recorrer las distancias que lo separan todo en el universo y que son tan abrumadores que este tiempo pueden ser miles, millones o incluso miles de millones de años. De ahí el término «año luz» para referirse a las distancias espaciales: un año luz equivale a la distancia recorrida por la luz en un año, que son unos 10 billones de kilómetros.
A su vez, el año luz también te dice con cuánto retraso estás viendo ese objeto: la estrella más cerca a la Tierra, Alfa Centauri, se encuentra a 4 años luz de distancia, lo que significa que la observamos tal y como era hace 4 años. Cuanto más lejos esté el objeto, más nos estaremos remontando en el pasado al mirarlo. La galaxia Andrómeda, por ejemplo, a 2 millones de años luz de distancia, la vemos tal y como era hace 2 millones de años.
La galaxia más lejana que se ha observado se encuentra a 13.100 millones de años luz. O sea, que teniendo en cuenta que el universo lleva existiendo unos 13.800 millones de años, hoy en día vemos cómo era esa galaxia 700 millones de años después del Big Bang, lo que nos permite estudiar cómo era el universo «poco» después de su formación.
Pero aquí viene un giro conceptual que responderá a muchas preguntas que me habéis hecho por e-mail (jordipereyra@cienciadesofa.com) sobre el tamaño del universo.
Los objetos tan lejanos como esta galaxia no se encuentran realmente a esas distancias. Esta galaxia que he mencionado no está a 13.100 años luz de la Tierra a día de hoy, sino mucho más lejos, porque durante el tiempo que la luz ha tardado en llegar hasta nosotros, la galaxia se ha estado alejando cada vez más deprisa, alcanzando casi 292.000 kilómetros por segundo en la imagen de ella que vemos en la actualidad, lo que equivale a un 97% de la velocidad de la luz.
Espera, esto me suena un poco raro. Creía que ningún objeto con masa podía acercarse demasiado a la velocidad de la luz porque acelerarlo hasta esas velocidades consumía un montón de energía. ¿Cómo puedes acelerar una galaxia entera a esa velocidad?
Sí, es un concepto un poco raro si te pilla por primera vez. Lo que pasa es que se ha observado que, cuanto más lejos se encuentran dos puntos en el universo, mayor es la velocidad a la que se alejan entre sí… Hasta el punto de que se pueden separar incluso a velocidades superiores a las de la luz.
Pese a que lo que mucha gente piensa, que el Big Bang no fue una especie de explosión que lanzó materia volando por los aires en todas direcciones. En realidad, el Big Bang (del que hablaba en esta entrada) fue un proceso de expansión en el que el propio espacio empezó a expandirse rápidamente (y sigue haciéndolo), arrastrando con él toda la materia que contiene. Como no hay ninguna ley física que impida que el propio espacio expanda a la velocidad de la luz, dos galaxias pueden estar alejándose entre sí a velocidades superiores a las de la luz, arrastradas por el tejido del espacio se expande entre ellas.
Se puede entender mejor la situación imaginando que nos arrastra un río: aunque sólo fuéramos capaces de nadar a 1 km/h, por poner una cifra, la corriente nos podría arrastrar a una velocidad mucho mayor de la que somos capaces de alcanzar por nuestros propios medios.
El hecho de que las galaxias muy lejanas se puedan alejar de nosotros a velocidades superiores a las de la luz también delimita el tamaño del universo observable: como mucho, podremos observar regiones del espacio que se estén alejando de nosotros a una velocidad menor a la de la luz y no podemos detectar la luz emitida desde zonas que se alejan a velocidades superiores a las de la luz, porque el espacio que hay entre nosotros se expande más rápido de lo que la luz puede recorrerlo.
Este es el motivo por el que, pese a que el universo tiene tan sólo 13.700 millones de años de edad, el diámetro del universo observable es de 93.000 millones de años luz. Pero, repito, esto no significa que en este momento podamos ver la luz de los objetos que se encuentran a 70.000 millones de años luz, por decir algo, sino que somos capaces de distinguir la luz que emitieron hace mucho tiempo, cuando aún no estaban tan lejos.
El caso es que nos podemos remontar en el pasado y estudiar la historia del universo encontrando objetos cada vez más lejanos, pero nos encontramos con un problema muy gordo que nos impide remontarnos a épocas anteriores a 300.000 años después de la formación del universo: desde el momento en el que se formó hasta entonces, las condiciones extremas del universo primigenio impedían que cualquier forma de radiación electromagnética se moviera por el espacio sin interaccionar con ningún átomo, así que el universo fue opaco durante todo este tiempo. Por tanto, no tenemos a nuestra disposición ninguna fuente de luz que nos permita estudiar el universo «recién nacido».
Pero las ondas gravitacionales provocadas por la materia en aquella época no se verían afectadas por la «opacidad» del universo, así que hoy en día podríamos seguir detectándolas y nos darían mucha información sobre el universo temprano que, hasta ahora, no teníamos manera de obtener.
Esto es todo lo que te puedo decir sobre las implicaciones que tiene en la astronomía el descubrimiento de las ondas gravitacionales, voz cursiva. ¿Se te ha pasado ya la mala leche?
¿Eh? Ah, perdona, me he puesto a ver vídeos de gatos y no te estaba escuchando.
No sé qué voy a hacer contigo.
En fin, hasta aquí la entrada de hoy… Y aquí viene la publicidad no invasiva de siempre.