Hace unos meses publiqué una entrada en la que hablaba sobre la estabilidad de nuestro sistema solar a largo plazo y comenté que los planetas experimentan constantemente pequeñas perturbaciones que modifican ligeramente sus órbitas, como por ejemplo los tirones gravitatorios periódicos de otros planetas o cuerpos menores o incluso de las estrellas que pasan cerca del sistema solar de vez en cuando. Aunque estas perturbaciones son minúsculas y no tienen una influencia apreciable a corto plazo, su efecto sobre las órbitas de los planetas se acumula y amplifica a lo largo de millones de años y, como resultado, no se puede predecir con certeza cómo evolucionarán en el futuro lejano.
Pues, bien, otro tipo de cuerpos celestes que tienen órbitas aún más inestables (pero que no traté en ese artículo) son los asteroides que, al ser mucho más pequeños que los planetas, están expuestos a una variedad mayor de fenómenos que pueden perturbar su trayectoria a largo plazo. Y, entre esos fenómenos capaces de modificar la órbita de un asteroide, hay uno especialmente inesperado: el empuje de la luz.
Creo que has cometido algún tipo de falta de ortografía extraña, Ciencia de Sofá, porque me parece imposible que la luz mueva un asteroide.
Pues no, voz cursiva, no hay ningún fallo: la luz del sol altera la trayectoria de los asteroides. Veamos cómo es posible.
Si os gusta la astronomía, habréis oído alguna vez que la NASA ha planeado construir vehículos espaciales propulsados por el empuje de un láser apuntado sobre ellos desde la Tierra. Esta idea es posible porque, pese a que la luz no tiene masa, ejerce cierto empuje sobre las cosas gracias a que las partículas que la componen (los fotones) tienen momento, una propiedad que permite una cosa que está en movimiento pueda transferirlo a otros objetos al chocar contra ellos (comentaba el tema con más detalle en esta otra entrada).
Pero, como habréis deducido por el hecho de que el sol no nos aplasta contra la arena de la playa en verano, el empuje de la luz es minúsculo. Cuando nos estamos bronceando en una playa terrestre, a 150 millones de kilómetros del sol, la luz solar empuja la cara iluminada y sudorosa de nuestro cuerpo con una fuerza de unos 18 micronewtons, lo que equivale al peso de un objeto de unos 0,0018 gramos.
Si aplicamos este mismo principio a un asteroide imaginario de 200 metros de diámetro que se encontrara a la misma distancia del sol que la Tierra, la luz solar empujaría la cara iluminada del asteroide con una fuerza total de 1,14 Newtons. Suponiendo que su masa fuera de 21 millones de toneladas, este empuje se traduciría en una aceleración en dirección opuesta al sol de 540 mil millonésimas de metro por segundo cada segundo.
Hmmm… Y eso no es mucho, ¿no?
Bueno, en teoría, esta aceleración podría desplazar un objeto 1.000 kilómetros en «sólo» 6 años. Pero, claro, eso sólo ocurriría en un caso ideal en el que el objeto partiera del reposo, la luz incidiera de manera uniforme sobre la superficie de su cara iluminada, que siempre lo hiciera con la misma intensidad y que toda la energía de la luz incidente se transformara en movimiento… Escenarios que no son realistas, vaya. Por tanto, la fuerza que ejercería el empuje directo de la luz sobre este asteroide imaginario sería muchísimo menor.
En realidad, la luz tiene una mayor influencia sobre la órbita de los asteroides de manera indirecta, a través del llamado efecto Yarkorsky.
Este fenómeno ocurre porque la cara iluminada de un asteroide alcanza una temperatura mayor que la que no lo está y, por tanto, su superficie emite radiación infrarroja más energética que la cara oscura. Como resultado, la luz infrarroja producida por la cara caliente empuja el asteroide con más fuerza que la de la cara más fría y este desequilibrio de fuerzas provoca que la radiación infrarroja de la cara iluminada acelere el asteroide en la dirección opuesta, como si fuera el gas expulsado por un cohete.
Pero ahí no acaba la historia.
Hay que tener en cuenta que los asteroides rotan sobre su propio eje y que, además, su superficie tarda un tiempo en absorber la luz solar y volver a emitir parte de su energía en forma de radiación infrarroja. Esto significa que el punto más caliente de la superficie de un asteroide nunca estará perfectamente alineado con el sol, sino que quedará desviado en una dirección u otra en función del sentido en el que rote. Por tanto, dependiendo del sentido de rotación del asteroide, el empuje de la radiación infrarroja estará aplicado a favor o en contra de la dirección de su movimiento y, como resultado, la velocidad a la que da vueltas alrededor del sol aumentará o disminuirá, respectivamente.
Este detalle es importante porque, cuando un cuerpo celeste que está en órbita alrededor del sol acelera, se aleja de nuestra estrella y el radio de su órbita aumenta. En cambio, cuando su velocidad disminuye, cae hacia el sol y su órbita se vuelve más cerrada. O sea, que el efecto Yarkorsky altera la órbita de los asteroides porque el empuje que la luz infrarroja produce en una dirección u otra incrementa o reduce su velocidad de traslación, lo que hace que se alejen del sol o se acerquen a él.
Eso sí, hay que tener en cuenta que la luz sólo tiene un efecto considerable sobre las órbitas de los objetos pequeños, de menos de 10 kilómetros de diámetro. Ese es el caso del asteroide Bennu, de 490 metros de diámetro, que recibe un empuje de 0,09 y 1,16 Newtons (N) cuando se encuentra más cerca del sol debido a la presión directa de la luz solar y al efecto Yarkovsky, respectivamente. De hecho, se ha calculado que estas dos fuerzas combinadas redujeron el semieje mayor de la órbita de Bennu (o sea, esto) en 172 kilómetros en un periodo de 12 años.
¡Ostras, qué barbaridad!
Bueno, hay que tener en cuenta que Bennu da vueltas alrededor del sol a una distancia de entre 133 y 202 millones de kilómetros, así que esos 172 kilómetros de diferencia a corto plazo no representan gran cosa. Para producir cambios significativos en la órbita de un asteroide, la luz tiene que incidir sobre él durante millones de años. En estas escalas de tiempo, estos efectos incluso pueden llegar a conseguir que los asteroides migren del cinturón de asteroides al sistema solar interior.
Aun así, predecir la influencia de la luz sobre las órbitas de los asteroides no es una tarea sencilla, porque depende en gran medida de las características de su superficie y de su forma. Por ejemplo, una superficie repleta de parches claros y oscuros y una forma irregular harán que el asteroide absorba una cantidad distinta de energía en diferentes momentos de su rotación, de modo que la «propulsión» que le proporciona la luz cambiará constantemente a lo largo de su órbita. Pero, claro, la mayor parte de los asteroides son demasiado pequeños y lejanos como para que se pueda observar con claridad su forma y su topografía, así que los astrónomos deben trabajar con modelos simplificados y suposiciones que pueden producir predicciones imprecisas.
Un ejemplo de esta incertidumbre se puede encontrar en este paper en el que se estima el empuje del efecto Yarkovsky sobre varios asteroides, entre los que se encuentra 6489 Golevka. Las observaciones de la trayectoria de este asteroide que se hicieron entre 1991 y 2003 sugieren que su semieje mayor ha variado 15,2 kilómetros durante esos 12 años, pero las estimaciones teóricas predicen que el efecto Yarkovsky lo debería estar modificando a un ritmo de 90.000 kilómetros por cada millón de años… Y, si así fuera, la variación variación observada en ese periodo hubiera sido de sólo 1 kilómetro, por lo que la predicción se quedó bastante corta.
En cualquier caso, independientemente de lo precisas que puedan ser las estimaciones, la moraleja de hoy es que, por raro que parezca, la luz puede empujar las cosas.