Andreu Escanellas nos ha preguntado esta semana ¿Por qué la sal es un potenciador del sabor? y eso está muy bien porque nos permite hablar de un tipo de sabor que probablemente no conocías: el sabor de una pechuga de pollo al horno, sin ninguna especia ni nada.
Bueno, no es que no lo conozcas, es que realmente no lo puedes asociar a alguno de los otros sabores «oficiales» (salado, dulce, agrio o amargo). Mejor nos explicamos.
Un cubo de sal, literalmente. (Fuente)
Nuestras lenguas no han desarrollado la capacidad de saborear las cosas para hacernos la vida un poco más entretenida. En realidad, el sentido del gusto podía salvarnos la vida cuando nuestros conocimientos sobre lo que nos metíamos en la boca eran más bien escasos, por no decir nulos. Básicamente, el cerebro interpreta como «buenos» los sabores de las cosas que pueden suponer algún beneficio para el cuerpo y como «malos» los de posibles amenazas.
El sabor dulce, por ejemplo, nos permitía identificar qué alimentos tenían un alto contenido en azúcares y, por tanto, una gran cantidad de calorías muy beneficiosas cuando te pasas el día cazando y recolectando. Por otro lado, el salado corresponde a alimentos que tienen una gran cantidad de sales y minerales imprescindibles. El sabor ácido nos advertía del nivel de acidez de lo que tomábamos y el amargo nos advertía cuando un alimento no estaba en buenas condiciones o era potencialmente tóxico.
La nuez vómica, una fruta extremadamente tóxica que, además, es extremadamente amarga. (Fuente)
Y ahí no acaba la historia.
Ya en la antigua Grecia, el filósofo Demócrito (el primero en plantear la existencia de unidades indivisibles que forman la materia a los que llamó «átomos») había identificado estos cuatro sabores y los explicaba alegando que, cuando masticábamos los alimentos, los descomponíamos en trozos cada vez más pequeños hasta llegar los componentes fundamentales de la materia, que tenían cuatro formas básicas. Por ejemplo, los «átomos» que daban sabor a las cosas dulces eran grandes y redondos, mientras que los responsables de la amargura eran irregulares y puntiagudos.
Esta idea de que existen cuatro sabores y que cualquier cosa que entrara en nuestra boca la percibiríamos como una combinación de éstos perduró hasta finales del siglo XVIII. Por aquel entonces, en Francia, el chef Auguste Escoffier empezó a trabajar en recetas que no sabían ni dulces, ni saladas, ni amargas, ni agrias, sino a algo nuevo muy concentrado que no podía asociarse a ningún otro sabor en concreto.
Paralelamente, en Japón, un químico llamado Kikunae Ikeda llegaba a la misma conclusión mientras comía dashi, una sopa hecha de algas. Como le picaba la curiosidad y tenía la preparación y las herramientas necesarias para aislar el componente que confería al plato su sabor, se puso manos a la obra y descubrió que el misterioso compuesto era el ácido glutámico. Ikeda bautizó este «nuevo» sabor como umami, que en japonés significa algo así como delicioso o sabroso.
Kikunae Ikeda. (Fuente)
En resumen, Kikunae Ikeda alguien le puso nombre el «sabe a pollo» de toda la vida.
En la imagen, el sabor del pollo. (Fuente)
Y, ahora, volviendo a la pregunta inicial: ¿Por qué la sal es un potenciador de sabor?
Uno de los motivos es que la sal permite que las moléculas que componen la comida se vuelvan más volátiles (pasan al aire fácilmente) y, de esta manera, la comida emitiría más aroma, que juega un papel importante a la hora de saborear las cosas.
Otra parte importante en su papel de potenciador de sabor es que suprime los sabores más amargos, dejando los dulces, agrios y umamiños intactos.
Ya está, esa era la ansiada respuesta. Por eso nos hemos extendido con el umami que, por cierto, con ese nombre no lo vamos a mencionar en la vida real. Lo siento, Kikunae Ikeda, pero no pensamos decirles a nuestras abuelas que sus estofados están muy umamis.
Podéis sugerir nombres nuevos para esta sabor en los comentarios, tal vez incluso podríamos montar una solicitud a la R.A.E (últimamente aceptan cualquier cosa).