En este vídeo viajo a una montaña de 5.000 metros de altura, en Perú, para comprobar cuánta radiación adicional recibimos a esta altitud y explicar por qué la radiación del espacio nos va a complicar mucho las cosas cuando intentemos colonizar el planeta rojo.
Física
Siguiendo con la temática de responder preguntas que me mandasteis hace tiempo, hoy le ha tocado el turno a un correo electrónico de 2015 en el que Fernando M me preguntaba cuál es el tamaño máximo que puede tener un planeta para que podamos ponernos en órbita a su alrededor dando un salto.
¿Pero qué se ha tomado este tal Fernando? ¿Cómo vas a ponerte en órbita alrededor de un planeta saltando?
Respeta a nuestros lectores, voz cursiva, por favor te lo pido… Pero, sí, a lo mejor es verdad que Fernando se ha flipado un poco al hablar de planetas. Pero no pasa nada, porque el tema es muy interesante, así que pongámonos manos a la obra.
En otras entradas ya he hablado de lo que hay que hacer para ponerse en órbita alrededor de la Tierra: dar vueltas alrededor del planeta a una velocidad que te permita caer hacia el suelo al mismo ritmo al que el horizonte se curva por debajo de ti, de manera que nunca te llegues a acercar a la superficie. Por ejemplo, a 400 km de altura, la Estación Espacial Internacional (ISS) tiene que moverse a unos 7 kilómetros por segundo (km/s) para mantenerse en órbita.
Eso sí, cuanto más lejos de la Tierra está un objeto, menor es la velocidad que necesita para mantenerse en órbita porque la fuerza con la que la gravedad tira de él disminuye con la distancia. Este es el motivo por el que los satélites geoestacionarios, a unos 37.786 km de altura, se pueden mantener en órbita moviéndose a «sólo» 3 km/s.
En cualquier caso, para alcanzar esas alturas, lo primero que tendremos que hacer es vencer la atracción gravitatoria que nos intenta arrastrar hacia el suelo sin descanso. Aquí es donde entra el concepto de velocidad de escape, que es la velocidad necesaria para escapar del dominio gravitatorio de un planeta o, lo que es lo mismo, para que su gravedad no te acabe frenando y arrastrándote de nuevo hacia la superficie (hablé con más detalle sobre ello en esta otra entrada).
Ahora bien, aunque la velocidad de escape desde la superficie de la Tierra es de 11,2 km/s, eso no significa que todos los vehículos que se mandan al espacio salgan despedidos hacia arriba a esa velocidad tan alta durante su lanzamiento. En la vida real, los cohetes tienen que atravesar nuestra atmósfera mucho más despacio para evitar que el rozamiento con el aire los desintegre y, de hecho, no empiezan a acelerar de verdad hasta que han ganado varias decenas de kilómetros de altitud, donde la densidad del aire es menor.
Además, si lo que quieres es colocar un objeto en órbita alrededor del planeta, tampoco hace falta que alcances la velocidad de escape porque precisamente lo que quieres es no escapar de su dominio gravitatorio. Como ejemplo, aquí tenéis el perfil de velocidades durante el recorrido que siguió un cohete Falcon Heavy hasta que alcanzó su órbita a 180 km de altura, a 7,4 km/s.
De todas maneras, teniendo en cuenta que poner una cosa en órbita es una tarea más compleja que pegarle un empujón muy fuerte hacia arriba, voy a usar la velocidad de escape como referencia para responder a la pregunta de Fernando. Al fin y al cabo, si estamos sobre un cuerpo en el que podemos escapar de su dominio gravitatorio de un salto, eso significa que también podremos saltar con menos fuerza y ajustar nuestro «despegue» para colocarnos en órbita a su alrededor.
Dicho esto, hay que tener en cuenta que la velocidad de escape de un planeta será más baja cuanto menores sean su masa y su diámetro. Siendo más concretos, la relación entre ambas obedece esta fórmula:
Por ejemplo, Marte tiene la mitad del diámetro de la Tierra y una masa unas 10 veces menor, por lo que su velocidad de escape es de 5 km/s. Y, usando un segundo ejemplo para ir directo al grano, el planeta con la velocidad de escape más baja del sistema solar es Mercurio, con 4,25 km/s. Dicho esto, ¿conoces a alguien que se capaz de saltar con tanta fuerza que salga propulsado hacia arriba a 4,25 km/s, voz cursiva?
Eso equivale a unas 13 veces la velocidad del sonido, ¿verdad? Tendría que revisar mi agenda de contactos, pero diría que no.
Pues entonces no hay ningún planeta en nuestro sistema solar en el que un ser humano se pueda poner en órbita de un salto.
Bueno, pero habrá alguna luna pequeña en la que sí que se pueda o incluso tal vez sea posible hacerlo en un planeta de otro sistema solar, digo yo. Al fin y al cabo, el universo es enorme y cualquier cosa puede ocurrir en algún lugar del espacio.
Bueno, bueno, tampoco nos pasemos. Vamos a echarle un vistazo a esa cuestión.
Hemos visto que el tamaño y la masa de un objeto determinan la velocidad a la que hay que despegar para ponerse en órbita a su alrededor, pero le podemos dar la vuelta al problema y utilizar la velocidad máxima a la que puede saltar un ser humano para calcular cuál sería el objeto más grande sobre el que podríamos ponernos en órbita de un salto. Para hacerlo, tomemos a Michael Jordan como ejemplo de ser humano medio y vamos a dejarle varado sobre varios cuerpos celestes de diferentes tamaños, para ver si puede escapar de alguno de ellos saltando.
Estupendo, me gusta este ejercicio mental que propones.
¿Eh? Ah, sí, por supuesto… Lo proponía como ejercicio puramente mental.
Lo primero que hay que considerar es que Michael Jordan puede despegar del suelo a una velocidad de unos 5 metros por segundo (m/s), así que esa será la velocidad de escape máxima que podrá tener cualquier cuerpo celeste del que pretenda escapar saltando. Ahora bien, también hay que tener en cuenta que la densidad de los cuerpos celestes puede ser muy distinta en función de su composición y que, por tanto, dos objetos del mismo tamaño pueden tener velocidades de escape muy diferentes, según su masa. O sea, que necesitamos tener en cuenta la densidad para poder responder a la pregunta de Fernando.
Los cuerpos más densos del sistema solar son los asteroides metálicos, compuestos por una mezcla de hierro y níquel cuya densidad ronda los 8.000 kg/m³. Por otro lado, el material sólido más ligero pertenece a los cometas, que están compuestos por una mezcla de compuestos volátiles congelados y roca que, de media, ronda los 600 kg/m³. Por supuesto, entre estos dos extremos existen muchos tipos de objetos con densidades intermedias compuestos por roca pura o por roca y metal. Por ejemplo, la Tierra tiene un núcleo de hierro y níquel que está rodeado de una gruesa capa de roca más ligera, por lo que la densidad global de nuestro planeta es de 5.500 kg/m³.
Utilizando estas densidades y la velocidad de despegue de 5 m/s, se puede calcular que Michael Jordan podría llegar al espacio de un salto desde la superficie de:
- Un objeto puramente metálico de hasta 6,2 kilómetros de diámetro.
- Un cuerpo con una densidad similar a la de la Tierra de hasta 7,6 kilómetros de diámetro.
- Una bola de roca y compuestos congelados de hasta 23 kilómetros de diámetro.
Teniendo en cuenta que los planetas miden miles de kilómetros de diámetro, este rango de tamaños que he obtenido se corresponde con el de los asteroides y los cometas (como era de esperar). De hecho, tirando un poco más del hilo he visto que el cometa 19P/Borrelli tiene una densidad de sólo 300 kg/m3. Un objeto que tuviera esta densidad y una velocidad de escape de 5 m/s mediría casi 32,6 kilómetros de diámetro, así que, según los datos que he encontrado, ese sería el objeto más grande en el que una persona (bien entrenada) podría ponerse en órbita de un salto.
Aun así, nuestro sistema solar está lleno de objetos pequeños con velocidades de escape inferiores a los 5 m/s en los que incluso gente menos michaeljordanesca podría hacer lo mismo. Algunos ejemplos son:
- 162173 Ryugu (el asteroide de 1 kilómetro de diámetro que visitó la sonda japonesa Hayabusa 2), con una velocidad de escape de sólo 38 centímetros por segundo.
- El cometa Halley, con un diámetro medio de 11 km y una velocidad de escape de 2 m/s.
- 2010 TK7, el único troyano de la Tierra (hablé de los troyanos en este artículo). No he encontrado cuál es su velocidad de escape, pero sólo mide entre 150 y 500 metros de diámetro, así que seguro que podríamos escapar de él de un salto, por muy denso que sea.
Ahora bien, antes de terminar el artículo, quiero aclarar también que es difícil que una persona salte sobre otro cuerpo celeste con una gravedad menor con la misma potencia que en la Tierra, de modo que es probable que las cifras reales sean algo distintas a las que he calculado. Si os interesa conocer más detalles sobre este tema, hablé de ello en esta entrada en la que explicaba por qué los astronautas que fueron a la luna no podían dar saltos de varios metros de altura sobre su superficie, pese a que su peso allí fuera 6 veces menor.
Ostras, ¿en serio no vas a dejar por aquí ni un mísero resumen de la conclusión de ese artículo?
Ojalá pudiera, voz cursiva, pero no tengo tiempo porque estoy inmerso en un nuevo proyecto secreto.
Espera, ¿qué significa eso?
Nada, nada. Pasemos a publicidad.
Raúl Aponte me preguntó hace más de tres años el otro día a qué velocidad tendría que conducir para ver de color verde la luz de un semáforo que está en rojo. En su e-mail aclaraba que su intención no es usar la respuesta para justificar multas y la verdad es que me lo creo, porque, si vas tan rápido que la luz roja te parece verde, la multa no te la llevarás por saltarte un semáforo en rojo, sino por reducir tu ciudad a escombros.
¿Pero qué me estás contando de colores que se transforman en otros cuando vas muy rápido y de destruir ciudades? ¡No entiendo nada!
Tienes razón, voz cursiva. Vamos a poner un poco de contexto.
La pregunta de Raúl gira entorno a un concepto de la teoría de la relatividad llamado contracción de Lorentz, un fenómeno que provoca que te parezca que las cosas que te rodean se comprimen en la dirección de tu movimiento cuando te mueves a una fracción considerable de la velocidad de la luz. Hablé con más detalle de este fenómeno en esta otra entrada, pero lo importante es que esta ilusión no sólo afecta a los objetos, sino también a la propia luz: cuanto más deprisa nos movamos, más comprimida nos parecerá que está la luz que nos rodea.
¿Qué dices? ¿Cómo se supone que puedes «comprimir» un rayo de luz?
Pues, como ya hemos visto otras veces, la luz está hecha de ondas electromagnéticas o, lo que es lo mismo, de campos eléctricos y magnéticos que se alternan a medida que se propagan por el espacio. Si esta frase os resulta difícil de visualizar, se puede imaginar un rayo de luz como una especie de ola, con crestas y depresiones (aunque la luz se expande de manera tridimensional en todas las direcciones).
Por otro lado, el color de la luz está determinado por un parámetro llamado longitud de onda, que no es más que la distancia que separa los picos de esas ondas electromagnéticas. La luz rojiza tiene una longitud de onda mayor, de manera que sus ondas están más «estiradas», mientras que en el caso de la luz azulada, con una longitud de onda menor, las ondas están más apiñadas.
¿Y el resto de col…?
El resto de los colores del arcoiris tienen longitudes de onda intermedias entre el rojo y el azul.
Total, que, a medida que nuestra velocidad aumenta, nos da la impresión de que las ondas electromagnéticas de la luz de nuestro entorno se van apiñando cada vez más y, como resultado, su longitud de onda disminuye. Y, por supuesto, como el color de un rayo de luz está determinado por su longitud de onda, eso significa que la luz rojiza se vuelve azulada cuando nos movemos lo bastante rápido.
Ahora bien, como el resto de los efectos relativistas, estos fenómenos sólo se pueden observar si viajamos a una fracción considerable de la velocidad de la luz, así que tengamos eso en cuenta para no sorprendernos demasiado ahora que voy a responder a la pregunta de Raúl.
Cada color abarca un rango de longitudes de onda concreto, pero, para simplificar las cosas, asignaremos 650 nanómetros a la luz roja de nuestro semáforo imaginario y 540 nanómetros a la luz verde. Esto significa que la longitud de onda de nuestra luz verde es un 20% menor que la de la roja.
ACTUALIZACIÓN: Había cometido un error. En este caso concreto, el fenómeno que modifica la longitud de onda de la luz es el efecto Doppler relativista, así que, para percibir que la luz roja se vuelve verde, necesitaremos movernos a 55.000 km/s, una cifra que representa un 18,3% de la velocidad de la luz. El escenario sigue siendo prácticamente igual de destructivo, pero pido disculpas por haberme equivocado.
O sea, que lo de ir en coche tan rápido que parezca que un semáforo en rojo está en verde es imposible.
Efectivamente, voz cursiva, la excusa no colaría. Caso cerrado.
Ahora bien, aunque podría terminar aquí la entrada porque ya tenemos el dato crudo que pedía Raúl, creo que es mucho más interesante hablar del efecto que un coche que se moviera a esa velocidad tendría sobre su entorno. Aquí es donde entra la parte de destruir ciudades que había comentado al principio.
Me explico.
En esta otra entrada hablé de los peligros de viajar por el universo a una fracción considerable de la velocidad de la luz y, entre otras cosas, explicaba que uno de los riesgos son las partículas que flotan por el espacio, ya que ponen en peligro la estructura de una nave y la vida de sus tripulantes cuando se viaja tan deprisa. Básicamente, esas partículas se convierten en proyectiles diminutos que impactan con la nave a velocidades relativistas.
Y, si esto es un problema en el espacio, donde sólo hay unos cuantos átomos por centímetro cúbico, imaginad lo que pasa cuando te mueves a la mitad de la velocidad de la luz a través de la atmósfera terrestre: a efectos prácticos, el resultado una explosión tremenda.
Asumiendo que estamos hablando de un coche de 1.200 kg, su energía cinética a los 55.000 km/s necesarios para ver verde la luz de un semáforo en rojo rondaría los 1,8 trillones de Joules. Si esta cifra no os dice nada, hay que tener en cuenta que la Tsar Bomba, el artefacto explosivo más potente que jamás se ha detonado, liberó una energía de 0,21 trillones de Joules. O sea, que la energía cinética del coche de Raúl sería 8,5 veces superior que la de la mayor explosión creada por el ser humano.
Ya, bueno, pero no puedes comparar un coche moviéndose muy rápido con una bomba. No creo que toda esa supuesta energía del coche provocara una explosión, por muy rápido que se moviera… ¿no?
Te equivocas, voz cursiva, porque, mientras el coche se moviera a través de la atmósfera a 55.000 km/s, las moléculas que están en contacto con su superficie serían aceleradas hasta alcanzar velocidades similares y, como ya vimos cuando hablaba sobre la temperatura máxima posible, la temperatura de las cosas es un resultado directo de la velocidad a la que se mueven sus moléculas. Por ejemplo, las moléculas que componen el aire se mueven a una velocidad media de unos 464 m/s cuando se encuentran a 20ºC… Así que, como podéis imaginar, la temperatura que alcanzarían a 55.000 km/s sería más que infernal.
Siendo más concretos, en cuanto acelerara, el aire que rodea el coche de Raúl y la superficie de su carrocería se calentarían hasta unos 3,5 billones de grados (en comparación, el núcleo del sol está a unos refrescantes 15 millones de grados), una temperatura que vaporizaría el vehículo por completo al instante. Además, a 3,5 billones de grados, tanto los átomos del coche vaporizado como los del aire que lo rodeaba se descompondrían en sus componentes fundamentales, los quarks, formando un plasma de quarks y gluones que se empezaría a expandir a toda velocidad, produciendo una onda de choque mucho más intensa que la de cualquier bomba atómica convencional (en las que se alcanzan temperaturas de «sólo» 100 millones de grados). Y así es como un coche que se mueve a velocidades relativistas produce una explosión sin precedentes sólo a través de su fricción con el aire.
Me hubiera gustado calcular algún parámetro más concreto de esa onda expansiva para que nos podamos hacer una idea mejor de sus efectos, pero las fórmulas que he encontrado fallan estrepitosamente cuando lo intento, lo que seguramente se debe a que se trata de valores demasiado elevados. Al fin y al cabo, esas ecuaciones están hechas para calcular los efectos de los explosivos convencionales y no para coches convertidos en un plasma relativista. He usado la ley de los gases ideales para hacer una aproximación muy basta de la presión que ejercería ese frente de choque y he obtenido que el plasma que rodea el coche alcanzaría una presión de unos 10,4 millones de atmósferas antes de empezar a expandirse, pero, por supuesto, lo más probable es que esa cifra sea completamente errónea debido a la naturaleza relativista de nuestro experimento mental.
De todas maneras, aunque la aproximación sea muy imprecisa, teniendo en cuenta la energía involucrada en esta situación y considerando que es muy superior a la de cualquier artefacto explosivo concebido por el ser humano, creo que se puede afirmar con cierta seguridad que la onda de choque producida por el coche sería lo bastante intensa como para derruir cualquier estructura a varios kilómetros a la redonda y, debido a las altas temperaturas involucradas, posiblemente vaporizar los edificios más cercanos. O sea, que el resultado del escenario que ha planteado Raúl es más o menos algo así:
Por supuesto, si alguien que esté leyendo esto tiene tiempo libre y acceso a algún tipo de software que pueda simular este tipo de fenómenos, sería estupendo poder ver los efectos exactos de este escenario.
En definitiva, si te quieres librar de una multa por saltarte un semáforo, la excusa de que ibas tan rápido que te pareció que la luz roja era verde no serviría porque, de ser verdad, habrías sido completamente vaporizado junto a tus inmediaciones y parte de tu ciudad estaría reducida a escombros.
Por tanto, la moraleja de hoy es que hay que respetar los límites de velocidad, ya sean los de las leyes de vuestro país o los de las leyes de la física.
Pero si el coche de hoy técnicamente no incumplía ninguna ley de la física. Esta moraleja no se ajusta en absoluto a la entrada.
Ahí me has pillado.
Hace unos meses publiqué una entrada en la que hablaba sobre la estabilidad de nuestro sistema solar a largo plazo y comenté que los planetas experimentan constantemente pequeñas perturbaciones que modifican ligeramente sus órbitas, como por ejemplo los tirones gravitatorios periódicos de otros planetas o cuerpos menores o incluso de las estrellas que pasan cerca del sistema solar de vez en cuando. Aunque estas perturbaciones son minúsculas y no tienen una influencia apreciable a corto plazo, su efecto sobre las órbitas de los planetas se acumula y amplifica a lo largo de millones de años y, como resultado, no se puede predecir con certeza cómo evolucionarán en el futuro lejano.
Pues, bien, otro tipo de cuerpos celestes que tienen órbitas aún más inestables (pero que no traté en ese artículo) son los asteroides que, al ser mucho más pequeños que los planetas, están expuestos a una variedad mayor de fenómenos que pueden perturbar su trayectoria a largo plazo. Y, entre esos fenómenos capaces de modificar la órbita de un asteroide, hay uno especialmente inesperado: el empuje de la luz.
Creo que has cometido algún tipo de falta de ortografía extraña, Ciencia de Sofá, porque me parece imposible que la luz mueva un asteroide.
Pues no, voz cursiva, no hay ningún fallo: la luz del sol altera la trayectoria de los asteroides. Veamos cómo es posible.
Si os gusta la astronomía, habréis oído alguna vez que la NASA ha planeado construir vehículos espaciales propulsados por el empuje de un láser apuntado sobre ellos desde la Tierra. Esta idea es posible porque, pese a que la luz no tiene masa, ejerce cierto empuje sobre las cosas gracias a que las partículas que la componen (los fotones) tienen momento, una propiedad que permite una cosa que está en movimiento pueda transferirlo a otros objetos al chocar contra ellos (comentaba el tema con más detalle en esta otra entrada).
Pero, como habréis deducido por el hecho de que el sol no nos aplasta contra la arena de la playa en verano, el empuje de la luz es minúsculo. Cuando nos estamos bronceando en una playa terrestre, a 150 millones de kilómetros del sol, la luz solar empuja la cara iluminada y sudorosa de nuestro cuerpo con una fuerza de unos 18 micronewtons, lo que equivale al peso de un objeto de unos 0,0018 gramos.
Si aplicamos este mismo principio a un asteroide imaginario de 200 metros de diámetro que se encontrara a la misma distancia del sol que la Tierra, la luz solar empujaría la cara iluminada del asteroide con una fuerza total de 1,14 Newtons. Suponiendo que su masa fuera de 21 millones de toneladas, este empuje se traduciría en una aceleración en dirección opuesta al sol de 540 mil millonésimas de metro por segundo cada segundo.
Hmmm… Y eso no es mucho, ¿no?
Bueno, en teoría, esta aceleración podría desplazar un objeto 1.000 kilómetros en «sólo» 6 años. Pero, claro, eso sólo ocurriría en un caso ideal en el que el objeto partiera del reposo, la luz incidiera de manera uniforme sobre la superficie de su cara iluminada, que siempre lo hiciera con la misma intensidad y que toda la energía de la luz incidente se transformara en movimiento… Escenarios que no son realistas, vaya. Por tanto, la fuerza que ejercería el empuje directo de la luz sobre este asteroide imaginario sería muchísimo menor.
En realidad, la luz tiene una mayor influencia sobre la órbita de los asteroides de manera indirecta, a través del llamado efecto Yarkorsky.
Este fenómeno ocurre porque la cara iluminada de un asteroide alcanza una temperatura mayor que la que no lo está y, por tanto, su superficie emite radiación infrarroja más energética que la cara oscura. Como resultado, la luz infrarroja producida por la cara caliente empuja el asteroide con más fuerza que la de la cara más fría y este desequilibrio de fuerzas provoca que la radiación infrarroja de la cara iluminada acelere el asteroide en la dirección opuesta, como si fuera el gas expulsado por un cohete.
Pero ahí no acaba la historia.
Hay que tener en cuenta que los asteroides rotan sobre su propio eje y que, además, su superficie tarda un tiempo en absorber la luz solar y volver a emitir parte de su energía en forma de radiación infrarroja. Esto significa que el punto más caliente de la superficie de un asteroide nunca estará perfectamente alineado con el sol, sino que quedará desviado en una dirección u otra en función del sentido en el que rote. Por tanto, dependiendo del sentido de rotación del asteroide, el empuje de la radiación infrarroja estará aplicado a favor o en contra de la dirección de su movimiento y, como resultado, la velocidad a la que da vueltas alrededor del sol aumentará o disminuirá, respectivamente.
Este detalle es importante porque, cuando un cuerpo celeste que está en órbita alrededor del sol acelera, se aleja de nuestra estrella y el radio de su órbita aumenta. En cambio, cuando su velocidad disminuye, cae hacia el sol y su órbita se vuelve más cerrada. O sea, que el efecto Yarkorsky altera la órbita de los asteroides porque el empuje que la luz infrarroja produce en una dirección u otra incrementa o reduce su velocidad de traslación, lo que hace que se alejen del sol o se acerquen a él.
Eso sí, hay que tener en cuenta que la luz sólo tiene un efecto considerable sobre las órbitas de los objetos pequeños, de menos de 10 kilómetros de diámetro. Ese es el caso del asteroide Bennu, de 490 metros de diámetro, que recibe un empuje de 0,09 y 1,16 Newtons (N) cuando se encuentra más cerca del sol debido a la presión directa de la luz solar y al efecto Yarkovsky, respectivamente. De hecho, se ha calculado que estas dos fuerzas combinadas redujeron el semieje mayor de la órbita de Bennu (o sea, esto) en 172 kilómetros en un periodo de 12 años.
¡Ostras, qué barbaridad!
Bueno, hay que tener en cuenta que Bennu da vueltas alrededor del sol a una distancia de entre 133 y 202 millones de kilómetros, así que esos 172 kilómetros de diferencia a corto plazo no representan gran cosa. Para producir cambios significativos en la órbita de un asteroide, la luz tiene que incidir sobre él durante millones de años. En estas escalas de tiempo, estos efectos incluso pueden llegar a conseguir que los asteroides migren del cinturón de asteroides al sistema solar interior.
Aun así, predecir la influencia de la luz sobre las órbitas de los asteroides no es una tarea sencilla, porque depende en gran medida de las características de su superficie y de su forma. Por ejemplo, una superficie repleta de parches claros y oscuros y una forma irregular harán que el asteroide absorba una cantidad distinta de energía en diferentes momentos de su rotación, de modo que la «propulsión» que le proporciona la luz cambiará constantemente a lo largo de su órbita. Pero, claro, la mayor parte de los asteroides son demasiado pequeños y lejanos como para que se pueda observar con claridad su forma y su topografía, así que los astrónomos deben trabajar con modelos simplificados y suposiciones que pueden producir predicciones imprecisas.
Un ejemplo de esta incertidumbre se puede encontrar en este paper en el que se estima el empuje del efecto Yarkovsky sobre varios asteroides, entre los que se encuentra 6489 Golevka. Las observaciones de la trayectoria de este asteroide que se hicieron entre 1991 y 2003 sugieren que su semieje mayor ha variado 15,2 kilómetros durante esos 12 años, pero las estimaciones teóricas predicen que el efecto Yarkovsky lo debería estar modificando a un ritmo de 90.000 kilómetros por cada millón de años… Y, si así fuera, la variación variación observada en ese periodo hubiera sido de sólo 1 kilómetro, por lo que la predicción se quedó bastante corta.
En cualquier caso, independientemente de lo precisas que puedan ser las estimaciones, la moraleja de hoy es que, por raro que parezca, la luz puede empujar las cosas.