Es probable que llevéis unos días viendo titulares como «Descubren enormes montañas a 660 kilómetros de profundidad» o «Montañas como el Everest en el centro de la Tierra«. Entiendo que este tipo de cabeceras están diseñadas para llamar la atención y atraer visitas y que, desde el punto de vista periodístico, serían buenos titulares, pero para mí hay algo que me chirría: que no hacen más que liar al personal, porque nadie ha encontrado «montañas bajo el suelo».
En defensa de estos artículos, debo decir que la mayoría aclaran en el cuerpo de la noticia que lo de las «montañas subterráneas» es más bien una licencia poética, pero, aun así, me da la impresión de que muchas de esas explicaciones generan un poco de confusión porque o son bastante técnicas o no tratan el tema con suficiente detalle. De hecho, basta con ver la cantidad de defensores de la llamada «teoría de la Tierra hueca» que hay en muchas secciones de comentarios para ver que, por un motivo u otro, lo de que no hay verdaderas montañas bajo el suelo no ha quedado claro del todo (hablé de este disparate de «teoría» en esta entrada antigua).
Total, que, como yo no tengo las limitaciones de espacio que tienen los artículos de prensa, he pensado que sería una buena idea intentar tratar con más detalle el tema de las «montañas subterráneas» para que le podáis enviar este artículo al tierrahuequista de turno que os está haciendo perder el tiempo.
Presta atención, tierrahuequista, porque vamos a ver cómo sabemos que la Tierra no está hueca y qué quiere decir realmente el titular de estas noticias.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que nuestro planeta no es una simple bola de roca, sino que está compuesto por varias capas, como una cebolla. Pero, al contrario que las cebollas, que son todo cebolla, cada capa de la Tierra está hecha de materiales diferentes (como decía en esta otra entrada). En líneas generales, nuestro planeta tiene dos capas rocosas externas llamadas corteza y manto y un núcleo metálico compuesto por una parte externa líquida y una interna sólida.
Si, bueno, eso es lo que afirman los «científicos», pero apuesto a que no tienen ni idea de lo que dicen. ¿Cómo van a saber de qué está hecho el interior del planeta, si nadie ha hecho nunca un agujero tan hondo como para observar estas capas? ¡Todo es una tapadera para ocultar que la Tierra está hueca!
Pues no, voz cursiva, sabemos que la Tierra no está hueca porque, igual que podemos saber que el vecino de arriba ha aprendido a tocar la guitarra, pese a que el techo nos impida verlo con nuestros propios ojos, existen maneras indirectas de obtener información sobre la estructura interna del planeta sin necesidad de ir hasta ahí abajo y tocarlo con las manos (algo que no recomendaría hacer, por cierto). Expliqué esas maneras con más detalle en esta otra entrada, pero, en resumidas cuentas, podemos «observar» el interior del planeta estudiando cómo se propagan las ondas de los terremotos a través de él.
Me explico.
Cuando nos preguntan cuál es la velocidad de la luz, en seguida nos viene a la cabeza la cifra de los 300.000 kilómetros por segundo, pero hay que tener en cuenta que esa es la velocidad a la que la luz se propaga por el vacío. Como comentaba con más detalle en este otro artículo, la luz se propaga más despacio a través de otros medios transparentes, como por ejemplo el aire o el agua, pero no porque la luz realmente se esté moviendo más despacio cuando pasa por ellos, sino porque cada átomo con el que entra en contacto la absorbe, la retiene durante un instante y luego la vuelve a emitir. Por tanto, todo ese rato que la luz permanece retenida acaba alargando el tiempo que tarda en pasar a través de un medio determinado, haciendo que parezca que se ha movido más despacio durante el camino.
Y resulta que pasa algo medianamente parecido cuando se golpea un material sólido.
Cuando damos un golpe a un objeto rígido, los átomos que reciben el impacto empujan a sus vecinos y les transmiten su movimiento. El resultado es una onda mecánica que se propaga por el material hasta que su energía se disipa, igual que las olas producidas cuando tiramos una piedra al agua. En el caso específico del aire, estas perturbaciones que se propagan entre las moléculas de gas son lo que nuestros cerebros interpretan como sonido. Por eso se le llama velocidad del sonido a la velocidad a la que se propagan las ondas mecánicas a través de diferentes materiales.
Esta velocidad depende del tiempo que tarde cada átomo en transmitir su movimiento al siguiente cuando se mueve por un medio en concreto. Hay muchos factores que influyen en esta cifra, como la densidad del material o el tipo de enlaces que forman sus átomos, pero, como regla general, cuanto más rígida sea la sustancia, más rápido se transmitirá el movimiento entre sus átomos y más alta será la velocidad a la que el sonido se propagará a través de ella. Por ejemplo, el sonido se desplaza a unos 343 metros por segundo (m/s) en el aire en condiciones normales, pero llega a alcanzar los 12.000 m/s a través del diamante.
Sabiendo esto, aquí viene el dato importante: si conocemos la velocidad a la que se desplazan las ondas del sonido a través de un medio, podemos deducir de qué está compuesto ese medio. Y aquí es donde entran los terremotos.
En cuanto tiene lugar un terremoto, las ondas mecánicas que producen esas gigantescas masas de roca al colisionar entre ellas se propagan a través del interior del planeta a una velocidad que dependerá del material que estén atravesando y, un rato tiempo después, alcanzan otros puntos de la superficie, donde sus vibraciones se pueden detectar mediante unos aparatos llamados sismómetros. Una vez registradas estas vibraciones, se puede calcular la velocidad a la que las ondas se han propagado a través de la Tierra durante el camino a partir del tiempo que han tardado en llegar hasta el sismómetro y la distancia que lo separa del epicentro del terremoto.
Es más, si una gran cantidad de sismómetros que se encuentran en lugares diferentes de la superficie terrestre detectan las vibraciones producidas por el mismo terremoto, entonces se pueden juntar todos los datos y deducir a qué velocidad se movían las ondas durante cada parte de su viaje a través del interior del planeta. Conociendo estas velocidades, es posible deducir qué materiales hay bajo nuestros pies a profundidades distintas, aunque nunca los hayamos visto con nuestros propios ojos.
Y así es como sabemos que la Tierra tiene varias capas y de qué está compuesta cada una… O, al menos, esta es la versión simplificada del proceso, porque es más complejo en la vida real, por supuesto.
Entonces… ¿Esas ondas de los terremotos no sugieren que la Tierra está hueca? 🙁
Para nada, voz cursiva, está rellena de metal y roca. De hecho, si la Tierra fuera hueca ni siquiera habría terremotos, porque no existiría la tectónica de placas.
Eso sí, hay que tener en cuenta que los modelos actuales sobre el interior de la Tierra también se basan en otras evidencias, no sólo de la propagación de las ondas sísmicas en su interior. Por ejemplo, la idea de que la Tierra tiene un núcleo metálico compuesto por hierro y níquel no sólo concuerda con las mediciones sísmicas, sino también con los modelos de formación planetaria que sugieren que los elementos más densos se hundieron hacia el centro del planeta por su propio peso durante su formación (lo que, a su vez, coincide con la composición de los asteroides, el material que sobró durante la formación del sistema solar). Por otro lado, la densidad global de nuestro planeta es mucho mayor de lo que lo sería si todo su volumen estuviera hecho de roca, un detalle que también encaja con la presencia de un núcleo de hierro y níquel mucho más denso que las capas externas rocosas del planeta.
De la misma manera, sabemos que estas capas externas de la Tierra están compuestas por material rocoso más ligero porque la velocidad a la que se desplazan las ondas de los terremotos a través de ellas es mayor, pero, además, también tenemos muestras físicas de estas regiones profundas del planeta gracias a los xenolitos, trozos de roca que fueron arrastrados desde el manto hasta la superficie por la actividad volcánica, como este:
Habiendo dicho todo esto, ¿ha quedado claro que la gente que se dedica a estudiar el interior de la Tierra sabe de lo que habla y que los modelos actuales que lo describen tienen un buen fundamento?
Sí, sí, todo en orden.
Estupendo, ahora pongámonos con el tema de las montañas subterráneas.
Resulta que el manto rocoso de la Tierra también está dividido en dos capas diferentes: un manto exterior y otro interior más profundo.
Pero si todo el manto está hecho de roca, ¿qué diferencia hay entre esas dos capas?
En este caso, los minerales de cada capa tienen una estructura cristalina y una composición química distinta, dado que se encuentran sometidos condiciones de presión y temperatura a diferentes. Por tanto, el manto interno y el externo son simplemente de dos capas de roca que están hechas de diferentes minerales.
Ahora bien, el límite entre estas dos regiones del manto no está perfectamente definido y las dos están separadas por una zona de transición que empieza a unos 410 kilómetros de profundidad y termina a unos 660 kilómetros… Y en esa frontera, a 660 kilómetros de profundidad, es donde los titulares dicen que hay «montañas subterráneas».
Espera, entonces, ¿estas noticias no estaban hablando de una especie de un espacio vacío en el interior del planeta que está lleno de montañas?
Para nada, voz cursiva. Lo único que hay a 660 kilómetros de profundidad es un volumen continuo de roca maciza.
¿Y cómo puede haber montañas dentro de un mazacote de roca maciza gigantesco?
ES QUE NO LAS HAY.
Estos artículos simplemente se están haciendo eco de un estudio en la que se han analizado las ondas sísmicas que produjo un terremoto en 1994 y, tras analizar cómo se propagaron a través de esta frontera, se ha llegado a la conclusión de que el límite entre el manto interno y el externo no es perfectamente «liso». Dicho de otra manera, si imagináramos estas dos capas del manto como dos esferas, una metida dentro de la otra, la superficie de contacto entre las dos no sería suave, sino rugosa, con regiones donde el manto externo desciende varios kilómetros hasta profundidades mayores y el interno asciende hacia la superficie en la misma medida. Esas irregularidades que hay entre las dos capas serían las «montañas más altas que el Everest» de las que hablaba la prensa. Pero, como puedes ver, voz cursiva, no son montañas en absoluto.
Hombre, pues la verdad es que está feo que dijeran eso en los titulares, ¿no?
No lo sé, voz cursiva. Se podría argumentar que más gente acabó leyendo sobre este descubrimiento gracias a que se le puso un título más llamativo, pese a que la información que transmitía no fuera cierta, pero también es verdad que mucha gente no pasa de los titulares y este tipo de noticias confunden aún más su ya enmarañada visión del mundo. Personalmente, no voy a entrar a valorar eso: solo os traigo una explicación adicional desde un punto de vista un poco distinto, por si había alguien a quién le interesen estos temas que se había hecho un lío.